Comentario
La administración indiana se ejerció autoritariamente desde la Península y desde América mediante las instituciones creadas para ello, en las cuales se turnaban las personas designadas directamente por el Rey. Hubo algunos intentos de conseguir representación en las Cortes de Castilla, pero fracasaron. Así, en 1528, el Cabildo de México solicitó voz y voto en dichas Cortes, negándosele la merced. En 1559, la Corona promovió otro intento similar con ánimo de recabar un donativo de servicio de las ciudades peruanas. Se propuso una convocatoria de diputados de las ciudades más importantes, en la que se trataría el asunto, pero dejando bien claro que no podrían hacerse reclamaciones ni peticiones, como era usual en las Cortes de Castilla. En las instrucciones al virrey se dejó constancia de que muchos miembros del Consejo de Indias eran reticentes al sistema, prefiriendo imponer una derrama a cada ciudad. El proyecto no prosperó, sin embargo. En 1595, fue el mismo virrey del Perú, marqués de Cañete, quien propuso al monarca convocar unos diputados de los reinos americanos a las Cortes de Castilla con objeto de aliviar el distanciamiento existente entre los criollos y los españoles, pero la petición cayó también en saco roto. El último intento se hizo en 1609, cuando se discutió la idea de reunir cada tres años una especie de Cortes del Perú, con representantes de sus ciudades más notables. Esta vez fue el propio virrey, conde de Montesclaros, quien puso obstáculos a la idea, denunciando su peligrosidad al Consejo de Indias. El hecho de que posteriormente no se tratara el tema no quiere decir que hubiera cesado la animosidad de los criollos hacia los españoles, sino posiblemente que perdió interés cuando dichos criollos encontraron una fórmula eficaz para domesticar la administración española, consistente en sobornar a los funcionarios y en comprar los cargos públicos. La gran corrupción administrativa, madre de infinitos vicios, tuvo así, paradójicamente, la función de evitar la secesión prematura de las Indias, ya que los criollos pudieron utilizar dicha administración.
La administración se creó cuando las Indias eran apenas unas islas. Se fundó la Casa de la Contratación, se nombraron algunos gobernadores para las Antillas y Tierra Firme y hasta se crearon algunos jueces de apelación en la Española. Pero esta tímida maquinaria resultó ridícula cuando la conquista abrió los horizontes ilimitados del continente. Se echó mano entonces de los conquistadores transformados en colonos, a quienes se nombraron gobernadores, regidores, etc. El intento fue poco afortunado porque casi ninguno de ellos tenía experiencia en el manejo de los asuntos públicos. Se les sustituyó pronto por los burócratas formados en las universidades españolas. Procedían generalmente del estado llano, pero habían sido preparados profesionalmente. Llegaron a Indias dispuestos a tres cosas: asentar el poder del realengo, meter en cintura a los viejos conquistadores y a enriquecerse. En honor a la verdad, hay que decir que por lo común lograron las tres cosas. Se llegó, así, a fines del siglo XVI, cuando la crisis de las finanzas reales fue paliada en parte con la venta de ciertos cargos públicos. Al principio fueron los de tercera fila, pero cuando éstos se agotaron se fue echando mano de otros más importantes. En la época de Felipe III se vendieron las regidurías de Cabildo y los oficios de la Casa de Moneda, en la de Felipe IV los de corregidor y de superintendente de la Casa de Moneda, y en la de Carlos II se vendió hasta el cargo de Consejero de Indias. El negocio era tan bueno que hasta había cola, por lo cual se inventaron los cargos a futura, o vendidos en espera de que quedaran vacantes. En 1581, se autorizó que el propietario de una escribanía pudiese traspasar su oficio a otro con la condición de que pagase a la Real Hacienda la tercera parte de lo que le había costado. Finalmente, se recurrió al procedimiento de crear cargos supernumerarios, totalmente inservibles, con el exclusivo objeto de venderlos. La misma administración indiana llegó al extremo de crear instituciones paralelas, duplicando el número de funcionarios, con el propósito de arreglar los problemas que afrontaba. Tal ocurrió, por ejemplo, en México, donde el virrey Conde de la Monclova creó la Mesa de Memorias y Alcances, con presidente y varios funcionarios, para agilizar la recaudación y alcances de la Real Hacienda, en vista de que el Tribunal de Cuentas se eternizaba en su labor. La corrupción administrativa produjo casos rocambolescos, como el de la hija de un contador de México que debía heredar una plaza. Como era menor de edad y hasta que se casara, momento en que su marido ocuparía la plaza del suegro, se ponía en el puesto un supernumerario con carácter interino. La máquina administrativa siguió inflándose hasta que se decidió ponerle freno el 8 de agosto de 1691, reduciendo las plazas de las Chancillerías, Audiencias y demás tribunales al número establecido por las leyes y disponiendo que quienes tuvieran plazas supernumerarias cobraran media paga hasta que pudieran colocarse. A los que habían comprado la plaza hubo que reconocerles paga entera durante el tiempo que tardaron en cubrir una vacante.
Fue perfectamente natural que quienes compraron los oficios los considerasen parte de su patrimonio, recuperando durante el ejercicio profesional la inversión realizada mediante moderadas malversaciones o extorsiones. Una fórmula usual era arrendar los ramos de la Real Hacienda a través de amigos o testaferros. Otra era disponer de los fondos públicos como si fueran propios para hacer préstamos u operaciones de interés. Los casos de alcances fueron infinitos y se pagaron siempre con multas. Este sistema no logró evitar la corrupción: sólo demostrar que se había sorprendido a un infractor poco cauteloso.
El funcionario gozaba de una vida cómoda: una categoría social elevada, un buen sueldo (cobradero en oro contante y sonante y que tenía un gran valor en un medio de escaso circulante), la posibilidad de utilizar el cargo para enriquecerse o hacer favores que siempre se pagaban, y un trabajo muy llevadero. Trabajaba unas 24 horas a la semana: de 8 a 11 de lunes a sábado y, por la tarde, de 15 a 17 horas los lunes, miércoles y viernes. Obvio resulta decir que el absentismo por las tardes era frecuente, sobre todo en vísperas de festivos. Tampoco era raro faltar al trabajo cuando había algún aguacero, cosa frecuente en los climas tropicales.